La construcción de la mezquita mayor de la ciudad de Išbīliya, la Hispalis romana e Ispal visigoda, se inició en el mes de ramadán del año 567 de la hégira (abril-mayo de 1172 de la era cristiana) por iniciativa del califa almohade Abū-Yacqūb Yūsuf; se ubicó en el interior de las alcazabas, a corta distancia de la fortaleza primigenia, de fines del siglo XI, en terrenos periféricos incorporados por los almorávides a la ciudad. Los datos esenciales los recogió el andalusí cAbd al-Malik b. Muḥammad b. Ṣāḥib al-Ṣalāt (fl. 1159-1198), autor de la crónica «al-Mann bi-l-imāma calà l-mustaḏcafīna bi-an ŷacala-hum Allāh a’imma wa-ŷacala-hum al-wāriṯīn wa-ẓuhūr al-imām Mahdī al-muwahhidīn», que recogió datos, con carácter general, entre los años 1159 y 1173; lo interesante es que a partir del año 1171, empieza el texto a introducir datos sobre Sevilla, muchos y detallados, que sistemáticamente llegan hasta el año 1198, lejos del teórico fin del relato general; queda sin explicación esta anomalía, pero gracias a ella sabemos de la Sevilla almohade y de su arquitectura más que de ningún otro periodo anterior, pudiendo fijar estos momentos concretos:
El complejo alcanzó 34.000 m2, incluyendo la calle que discurría por el lado norte, la Alcaicería, el pabellón de abluciones, el alminar y los “corrales” amurallados que, al menos desde 1248, formaban parte del conjunto; 14.432 m2 correspondían a la mezquita, cuya orientación sur era la propia de la alquibla de la localidad andalusí desde el siglo IX al menos. Por los restos conservados sabemos que los muros fueron de tapia, con partes bajas de sillares y mampostería, esquinas, rincones y arcos de ladrillo; poseyó cubiertas de tejas sobre armaduras de madera, de las que se han documentado aliceres, y algunas bóvedas de yeso, de las que se conservan dos. Del edificio religioso, que estuvo completamente enlucido y encalado, se conserva gran parte del patio, con la puerta del Perdón como elemento esencial, y los dos cuerpos de la torre, el inferior virtualmente completo; por otra parte, tenemos mucha información procedente de las crónicas y descripciones cristianas y la reunida en las numerosas excavaciones realizadas y publicadas en los últimos treinta años. Como cualidad esencial debemos resaltar que, a pesar de su compleja cronología y la evidencia de fases, es un edificio muy regular, sin deformaciones, con variedad de soluciones, pero siempre perfectamente simétricas. Muchas de las formas menores actuales son productos de obras de restauración debidas al arquitecto Hernández Giménez, realizadas entre 1939 y 1973, que inventó algunas, como el pavimento del patio y la decoración del tejaroz interno de la puerta del Perdón, pero, en general, son perfectamente asumibles como reflejo de las originales.
La sala de oración contó con diecisiete naves dispuestas perpendicularmente al muro de la alquibla y una nave transversal paralela y contigua a este. Las naves estaban separadas por arquerías con doce arcos cada una. Las dos extremas de cada lado se prolongan como pórticos laterales del patio, aunque el lado opuesto a la sala de oración se cierra con una nave única. Es de presumir que la nave dispuesta junto a la alquibla contó con tramos cubiertos con cúpulas a modo de lucernarios como ocurre en los dos oratorios de Marrakech, aunque ningún indicio de ello se ha conservado.
El hueco del patio es un rectángulo que tiene 43,32 m de norte a sur y 81,36 m de este a oeste, medidos desde las caras de su estribos; en los lados cortos hubo siete arcos gemelos, de herradura túmida, doblados y con arranques en nacela; tienen alfices muy esbeltos, que se pierden visualmente ante la potencia de la cornisa y de los fuertes estribos que apean los pilares; en los lados largos había trece arcos, de los que los centrales, enfrentados con la puerta del Perdón y el nicho de oración, tienen mayor luz. En el subsuelo del patio se construyeron dos grandes aljibes frente al tercer arco a cada lado del de la mencionada puerta, junto con un complejo sistema de atarjeas para su adecuado funcionamiento. El alero común está constituido por una batería de modillones perfilados mediante tres nacelas escalonadas en voladizo, cuyo ritmo sólo se rompe en los estribos, donde dos se transforman en ménsulas serpentiformes. Todo el contorno interior del patio lleva un alero de tejas, merlones de cinco gradas y parejas de faldones de tejas, tantas como naves.
Los pilares que sostienen estos alzados muestran una notable variedad, recurrente y simétrica, pues los hay de planta rectangular, que debieron ser la mayoría, pero en el patio son bastante complejos, en función de los arcos que sostienen, su responsabilidad estructural y los vínculos espaciales con otros soportes y los ejes de simetría del conjunto. Lo mismo debemos suponer de los que formaban las arquerías del contorno del edificio; no hay datos sobre la presencia de semicolumnas decorativas, como existen en las mezquitas africanas coetáneas. Los arcos conocidos son todos de herradura apuntada y las únicas techumbres in situ son pequeñas cúpulas de mocárabes. Se han documentado, por textos descriptivos y asientos contables, que la mayoría de los techos fueron armaduras de par y nudillo, cuya decoración era semejante a los techos originales de la Kutubiya de Marrakech. Quedan restos expresivos de la decoración estucada de arcos y partes altas de muros, con diseños vegetales de gran calidad y paños de lazo sencillos, restos que, en todos los casos, pertenecen a una fase avanzada de la mezquita, quizás durante los años que precedieron a la conclusión en 1198.
Son muy notables las dos hojas de la puerta del Perdón, la principal del patio y por lo tanto de la mezquita; son de madera de cedro del Atlas midiendo cada una 7,24 m de alto, 1,95 de ancho y 0,18 de espesor; la tablazón queda oculta tras un ataujerado de bronce de casi seis mil piezas, fundidas, cinceladas y clavadas, formando dos composiciones gemelas de lazos aparentemente sencillos, pues todos llevan un sino octogonal, con un clavito gallonado en el centro, los correspondientes zafates y cuatro almendrillas; 211 de ellos son horizontales, mostrando en una línea de cúfico florido dos frases “El poder pertenece a Dios. La eternidad es de Dios”; 248 son de disposición vertical y decoración vegetal, al igual que otros 58, que son recortados; los paños que componen están enmarcados por cuarenta tiras que repiten letreros cúficos que dicen “Loor a Dios por sus gracias. La gratitud a Dios. La soberanía pertenece a Dios. El poder pertenece a Dios”. Completan el conjunto dos grandes aldabas, de bronce y caladas, en cuyos martillos hay letreros cursivos vocalizados que citan en árabe dialectal las aleyas 36 y 37 de la azora XXIV, en la aldaba este, y 46, 47 y 48 de la XV en la del lado oeste.
Esto es lo que sabemos del edificio musulmán al que la torre sirvió de alminar, pero la historia de este elemento no se congeló, como les pasó a las de Rabat y Marrakech, sino que sufrió una amplia transformación hasta dar la Giralda en el siglo XVI, cuya base cuadrada tiene 13,61 m. de lado y alcanza la respetable altura de 94,70 m. La primera obra, la almohade que nos interesa en estos momentos, coincide con el gigantesco paralelepípedo de ladrillo que nace del suelo y que forma casi la mitad de la altura del edificio; sus colosales dimensiones, la constancia de su antigüedad y su aparente perennidad han propiciado la idea de la solidez de sus cimientos, pero las investigaciones permiten afirmar que prácticamente está clavada en el suelo, con solo seis metros escasos de obra subterránea y no muy extensa por cierto, aunque labrados la mitad de ellos con sillería almohadillada, hecha ex profeso.
Sus rampas, que responden a la obra empezada en 1184, permiten ascender pausadamente, admirando el paisaje urbano a través de las bíforas ubicadas a la mano derecha, mientras que, por la izquierda, el visitante puede, cada cinco tramos de rampa, pararse ante una cámara abovedada, que ahueca el interior de la torre, accesible mediante un arco de herradura con su puerta de madera del siglo XIX; en total son siete y se ignora que función tuvieron en origen, cosa que tampoco sabemos de las de su hermana marrakusí, la Kutubiyya. Lo que si consta por la crónica es que la rampa permitía que subieran caballerías.
Una vez que se llega a la rampa número treinta y cuatro, donde podría estar la entrada a una octava cámara, lo que encontramos es una escalera moderna, muy pendiente, que reproduce la musulmana antigua, y que desembarca en el lado sur de la galería del campanario, espacio que ocupa la azotea desde la que el almuédano llamaba a la oración; del edificio medieval aún resta otra parte, pues la galería de campanas del XVI rodea un núcleo central en que se apoyan sus bóvedas y que, con leves variaciones, es el que, desde el siglo XII, constituyó el cuerpo superior del edificio, que la obra renacentista cubrió y recreció. Ahora se entra a él por una cancela situada en el lado de Poniente, ascendiendo por su interior gracias a otra escalera de mármol, construida en 1886; hasta entonces, aunque evidentemente modificada, se conservaba la original almohade, situada en el lado Norte, cuya entrada subsiste convertida en bóveda accesoria.
De la apariencia original de este cuerpo poco podemos decir, pues lo que vemos es el resultado de la restauración de 1886, que no es congruente con las imágenes de los siglos XV y XVI y éstas, a su vez, tampoco coinciden entre sí. Donde termina este segundo cuerpo encontramos hoy un templete que se construyó en 1565, justo donde, hasta el año 1356, había existido la cúpula y el yāmūr que hizo Abū l-Layṯ al-Siqīllī, pues un terremoto el día 24 de agosto los derribó.
Lo más interesante de la torre, además de ser un notable esfuerzo constructivo, es que la decoración en altorrelieve de sus cuatro fachadas exteriores se pliega de forma muy inteligente a los dictados de sus ventanas, y éstas al trazado de la rampa, para dar un conjunto jugoso y sutil, prodigio de diseño y previsión compositiva, diferenciándose en esto de las torres marroquíes, pues la de Marrakech es muy irregular y la de Rabat no plantea la relación del exterior con la rampa. Lo fundamental de la decoración son los huecos, casi siempre en forma de bíforas, con columnas de mármoles como maineles y arcos de formas muy variadas, que ocupan el centro de cada cara, en series desfasadas, a causa de la rampa; a los lados, sin llegar a las esquinas y asociándose por parejas de ventanas, se forman paños decorativos simétricos, pero distintos en cada fachada, de los que se denominan en Marruecos katf wa-dārǧ (“de hombro y escalón”) y en castellano quizás “adarajas”, subdivididos a veces por medio de tramas menores, similares a temas vegetales estilizados. Como el edificio arranca del suelo y corona en la antigua azotea del almuédano, son necesarias dos zonas de transición que permitan el correcto comienzo y el adecuado final de la cinta decorativa; así la parte inferior de la torre islámica tiene ventanas pequeñas y aisladas, entre paños lisos, y la superior un friso de arquillos entrelazados que dan la necesaria banda horizontal para su remate, cuyas ventanas son simples saeteras, ajenas a la decoración, son las mínimas para iluminar los tramos altos de la rampa; así pues, no se trata de una torre compuesta al estilo cristiano, de caras repetidas y niveladas, sino que es una hélice que gira en el mismo sentido que el rito del ṭawāf en subida hasta el cielo.
Para la decoración los musulmanes utilizaron el propio ladrillo recortado, probablemente estucado con un mortero de cal de color marfileño; es seguro que no son de esta época los azulejos de color negro que Leopoldo Torres Balbás creyó almohades, pues conservamos trece facturas, fechadas entre el 6 de marzo de 1564 y el 17 de noviembre del año siguiente, que dan cuenta de la adquisición de nada menos que dos mil sesenta y seis piezas de dichos azulejos, ni tampoco los antepechos con balaustres de piedra que hoy cierran los huecos, que son de los mismos años. En las obras de 1886 se destruyeron unas interesantes yeserías que enmarcaban los arcos de las bíforas de la torre almohade, y de las que se conservan algunas fotografías: se ignora si eran musulmanas o posteriores, pero en cualquier caso es indudable que eran de gran calidad.
La obra cristiana de recrecimiento que hoy vemos se dio por concluida en febrero de 1569, unas semanas mas tarde, concretamente el 21 de abril, murió en su casa de la calle Castellar de Sevilla el maestro Hernán Ruiz Jiménez, que colocó como veleta una mujer de bronce, descrita en el segundo libro del Quijote, prodigioso remate del mejor campanario del Renacimiento europeo.
Alfonso Jiménez